La verdad sobre la "hormona de la felicidad": por qué no debemos jugar con la dopamina

Marta Zaraska

Conflictos de interés

17 de octubre de 2022

Busque en Google la palabra dopamina y sabrá que sus apodos son la "hormona de la felicidad" y la "molécula del placer", y que se encuentra entre las sustancias químicas más importantes de nuestro cerebro. The Guardian la ha calificado como "la Kim Kardashian de los neurotransmisores" y la dopamina se ha convertido en un auténtico tesoro de la ciencia popular: personas de todo el mundo han intentado mejorar su estado de ánimo con ayunos de dopamina y aderezos de dopamina.[1,2]

Sin embargo, hace un siglo, la recién descubierta dopamina se consideraba una sustancia química poco interesante, nada más que una precursora de la noradrenalina. Hicieron falta varios científicos obstinados y trabajadores para cambiar esa opinión.

Levodopa: un precursor indiferente

Cuando Casimir Funk, bioquímico polaco y descubridor de las vitaminas, sintetizó por primera vez el precursor de la dopamina, levodopa, en 1911, no tenía ni idea de la importancia que tendría esta molécula para la farmacología y la neurobiología.[3] Tampoco lo sabía Markus Guggenheim, un bioquímico suizo que aisló la levodopa en 1913 a partir de las semillas de un haba, Vicia faba. Guggenheim administró 1 g de levodopa a un conejo, sin consecuencias negativas aparentes. A continuación, preparó una dosis mayor (2,5 g) y la probó en sí mismo. "Diez minutos después de tomarla, sentí muchas náuseas, tuve que vomitar dos veces", escribió en su artículo. En el organismo, la levodopa se convierte en dopamina, que puede actuar como emético, un efecto que Guggenheim no entendía. Simplemente abandonó su estudio en humanos y concluyó, erróneamente, sobre la base de su investigación en animales, que la levodopa es "farmacológicamente bastante indiferente".

Alrededor de la misma época, varios científicos de toda Europa sintetizaron con éxito la dopamina, pero esos descubrimientos se archivaron sin mucho aspaviento. Durante las tres décadas siguientes, la dopamina y la levodopa quedaron relegadas al olvido académico. Justo antes de la Segunda Guerra Mundial, un grupo de científicos alemanes demostró que la levodopa se metaboliza en dopamina en el organismo, mientras que otro investigador alemán, Hermann Blaschko, descubrió que la dopamina es una intermediaria en la síntesis de la noradrenalina.[4] Sin embargo, ni siquiera estos descubrimientos fueron aceptados de inmediato.

Figura 1. Los detectives de la dopamina. Fila superior, de izquierda a derecha: Casimir Funk, Arvid Carlsson, Oleh Hornykiewicz. Fila inferior: Markus Guggenheim, Bernard Brodie, Hermann (Hugh) Blaschko.

La historia de la dopamina se aceleró en los años de la posguerra con la observación de que la hormona estaba presente en varios tejidos y líquidos corporales, aunque en ningún lugar de forma tan abundante como en el sistema nervioso central. Intrigado, Blaschko (tras escapar de la Alemania nazi, cambiar su nombre por el de Hugh y empezar a trabajar en la Oxford University, en Oxford, Inglaterra) planteó la hipótesis de que la dopamina no podía ser una precursora insignificante de la noradrenalina, sino que debía de tener algunas acciones fisiológicas propias. Pidió a su becario posdoctoral, Oheh Hornykiewicz, que probara algunas ideas. Hornykiewicz no tardó en confirmar que la dopamina reducía la presión arterial en cobayos, lo que demostraba que la dopamina tenía una actividad fisiológica independiente de otras catecolaminas.[5]

Reserpina y orejas de conejo

Mientras Blaschko y Hornykiewicz se preguntaban por el papel fisiológico de la dopamina en el organismo, al otro lado del océano, en el National Heart Institute en Maryland, Estados Unidos, el farmacólogo Bernard Brodie y sus colegas sentaban las bases para el descubrimiento del papel protagonista de la dopamina en el cerebro.

Alerta de revelación de un elemento de la trama: el trabajo de Brodie demostró que un nuevo fármaco psiquiátrico conocido como reserpina era capaz de agotar por completo las reservas cerebrales de serotonina y, lo más importante, como resultó, de imitar los síntomas neuromusculares típicos de la enfermedad de Parkinson. La conexión con la dopamina la hizo su nuevo colega de laboratorio, Arvid Carlsson, que acabaría ganando el Premio Nobel.

Derivada de la Rauwolfia serpentina (una planta que durante siglos se ha utilizado en la India para el tratamiento de enfermedades mentales, el insomnio y las mordeduras de serpiente), la reserpina se introdujo en Occidente como tratamiento para la esquizofrenia.

Funcionó de maravilla. En 1954, la prensa elogió los "dramáticos" y aparentemente "increíbles" resultados del tratamiento para "pacientes desesperadamente locos". Sin embargo, la reserpina tenía un inconveniente. Los informes pronto cambiaron de tono con respecto a los graves efectos secundarios del fármaco, como dolores de cabeza, mareos, vómitos y, lo que era más preocupante, síntomas que imitaban la enfermedad de Parkinson, desde la rigidez muscular hasta los temblores.

Brodie observó que cuando se les inyectaba reserpina, los animales se quedaban completamente inmóviles. La serotonina casi desaparecía de sus cerebros, pero, extrañamente, los fármacos que estimulan la producción de serotonina no revertían la inmovilidad de los conejos.

Carlsson se dio cuenta de que otras catecolaminas debían estar implicadas en los efectos secundarios de la reserpina y comenzó a buscar a las causantes. Se trasladó a su natal Suecia y encargó un espectrofotofluorímetro. En uno de sus experimentos, Carlsson inyectó reserpina a un par de conejos, lo que provocó que los animales quedaran catatónicos, con las orejas aplastadas.[6] Después de que los investigadores inyectaran levodopa a los animales, en 15 minutos los conejos estaban saltando, con las orejas completamente verticales. "Estábamos tan emocionados como los conejos", recordó más tarde Carlsson en una entrevista de 2016. Carlsson se dio cuenta de que, dado que no había noradrenalina en el cerebro de los conejos, el agotamiento de la dopamina debía ser la causa directa de producir los efectos inhibidores motores de la reserpina.[7]

Figura 2. En uno de sus experimentos, Carlsson inyectó reserpina a un par de conejos, lo que provocó que los animales quedaran catatónicos, con las orejas aplastadas.

Los escépticos son silenciados

En 1960, sin embargo, la comunidad médica aún no estaba preparada para aceptar que la dopamina fuera algo más que una aburrida intermediaria entre la levodopa y la noradrenalina. En un prestigioso simposio de Londres, Carlsson y sus dos colegas presentaron su hipótesis de que la dopamina podía ser un neurotransmisor, lo que la implicaba en la enfermedad de Parkinson. Fueron recibidos con duras críticas. Algunos de los expertos dijeron que la levodopa no era más que un veneno. Carlsson recordó más tarde que se enfrentó a "un escepticismo profundo y casi unánime respecto a nuestros puntos de vista".[7]

Eso cambiaría pronto. Hornykiewicz, el bioquímico que había descubierto antes los efectos de la dopamina en la reducción de la presión arterial, puso a prueba las ideas de Carlsson utilizando los cerebros posmortem de pacientes con enfermedad de Parkinson. Al parecer, Carlsson tenía razón: a diferencia de los cerebros sanos, el cuerpo estriado de los pacientes con enfermedad de Parkinson casi no contenía dopamina. A partir de 1961, en colaboración con el neurólogo Walther Birkmayer, Hornykiewicz inyectó levodopa a 20 pacientes con enfermedad de Parkinson y observó una mejora "milagrosa" (aunque temporal) de la rigidez, la inmovilidad y la falta de habla.[5]

A finales de la década de 1960, la levodopa y la dopamina ocupaban los titulares. Un artículo en The New York Times de 1969 describía mejoras sorprendentes similares en pacientes con enfermedad de Parkinson tratados con levodopa. Un paciente que había llegado al hospital sin poder hablar, con las manos apretadas y una expresión rígida, de repente era capaz de entrar al consultorio de su médico a grandes zancadas e incluso trotar. "Podría decir que soy un ser humano", declaró a los periodistas. Aunque el tratamiento era costoso (equivalente a 210 dólares en 2022), los médicos se vieron inundados de peticiones de "dopa". Hoy en día, la levodopa sigue siendo la norma de referencia en el tratamiento de la enfermedad de Parkinson.

Todavía incomprendida

Sin embargo, la historia de la dopamina no se limita a la enfermedad de Parkinson, sino que se extiende al tratamiento de la esquizofrenia y las adicciones. Cuando en la década de 1940 un cirujano militar francés empezó a administrar un nuevo medicamento antihistamínico, prometazina, para prevenir el choque en los soldados que se sometían a una operación, observó un extraño efecto secundario: los soldados se ponían eufóricos y, al mismo tiempo, extrañamente tranquilos.[8]

Cuando se modificó el fármaco añadiéndole un átomo de cloro y se le dio el nombre de clorpromazina, se convirtió rápidamente en un tratamiento de referencia para la psicosis. En aquel momento, nadie estableció la conexión con la dopamina. Los médicos contemporáneos creían que calmaba a las personas mediante la reducción de la temperatura corporal (los tratamientos habituales para las enfermedades mentales de la época incluían envolver a los pacientes en sábanas frías y húmedas). Sin embargo, al igual que la reserpina, la clorpromazina producía una serie de efectos secundarios desagradables que semejaban mucho a la enfermedad de Parkinson. Esto llevó a un farmacólogo holandés, Jacques van Rossum, a plantear la hipótesis de que el bloqueo de los receptores de dopamina podría explicar los efectos antipsicóticos de la clorpromazina, una idea que sigue siendo ampliamente aceptada en la actualidad.[9]

En la década de 1970, la dopamina se relacionó con la adicción a través de la investigación en roedores, y esta novedosa idea atrajo la imaginación de la gente durante las siguientes décadas. Un artículo sobre la dopamina titulado "Cómo nos hacemos adictos" fue portada de Time en 1997.

Figura 3. Portada de la revista Time en 1997.

Sin embargo, a medida que se generalizó la conexión entre dopamina y adicción, también se simplificó en exceso. Según un artículo de 2015, publicado en Nature Reviews Neuroscience, le siguió una oleada de investigaciones de baja calidad, no replicadas e insuficientes, que llevaron a los autores a concluir que somos "adictos a la teoría de la adicción a la dopamina".[10] Casi todos los placeres bajo el sol se atribuían a la dopamina, desde comer alimentos deliciosos y jugar a juegos de computadora, hasta el sexo, la música y las duchas calientes. Sin embargo, tal y como demuestra la ciencia reciente, la dopamina no solo tiene que ver con el placer, sino con la predicción de recompensas, la respuesta al estrés, la memoria, el aprendizaje e incluso el funcionamiento del sistema inmunitario. Desde su primera síntesis a principios del siglo XX, la dopamina se ha malinterpretado y simplificado en exceso, y parece que la historia se repite ahora.

En una de sus últimas entrevistas, Carlsson, que falleció en 2018 a los 95 años, advirtió sobre el hecho de jugar con la dopamina y, en particular, de recetar fármacos que tienen una acción inhibidora sobre este neurotransmisor.[11] "La dopamina está implicada en todo lo que ocurre en nuestro cerebro, en todas sus funciones importantes", dijo.

Debemos tener cuidado con el manejo de un sistema tan delicado y aún poco conocido.

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